lunes, abril 16, 2007

Blas de Otero

LO ETERNO

Un mundo como un árbol desgajado.
Una generación desarraigada.
Unos hombres sin más destino que
apuntalar las ruinas.
Rompe el mar
en el mar, como un himen inmenso,
mecen los árboles el silencio verde,
las estrellas crepitan, yo las oigo.

Sólo el hombre está solo. Es que se sabe
vivo y mortal. Es que se siente huir
-ese río del tiempo hacia la muerte-.

Es que quiere quedar. Seguir siguiendo,
subir, a contra muerte, hasta lo eterno.
Le da miedo mirar. Cierra los ojos
para dormir el sueño de los vivos.

Pero la muerte, desde dentro, ve.
Pero la muerte, desde dentro, vela.
Pero la muerte, desde dentro, mata.

...El mar -la mar-, como un himen inmenso,
los árboles moviendo el verde aire,
la nieve en llamas de la luz en vilo...

miércoles, abril 11, 2007

Sensaciones II


Nos pasamos la vida buscando la felicidad, o al menos algo que se le acerque. O quizá ya ni siquiera buscamos algo tan difuso, tan discutido o tan inalcanzable como eso, sino más bien una cierta comodidad, no tener problemas, ser queridos por el resto, ¡qué se yo! Cada persona es un mundo (o eso dicen), así que podríamos hablar de infinitas búsquedas. Grandes aspiraciones. Grandes disgustos, en consecuencia, por no lograr alcanzarlas. Y sin embargo, tenemos lo necesario para sentirnos felices (aunque no lo estemos) al alcance de la mano.

Estoy segura de que todo el mundo es capaz de sentir lo que sentí en aquel momento. Entre otras cosas, porque no creo estar hecha de un "algo" diferente, y sin embargo, también estoy segura de que pocas personas son capaces de darse cuenta, de disfrutarlo, de inspirar hondo llenándose de la sensación que me provocó aquella situación, el paisaje, la luz, la compañía, el silencio.

No soy una persona que crea en la felicidad, pero sí en los instantes que se le aproximan. En esos segundos que pasan fugázmente. Pero si logramos apreciarlos, quedan impresos en nosotros, dotándonos de la capacidad de recordar para siempre ese instante y, por tanto, proporcionándonos una felicidad instantáneamente eterna. ("El recuerdo es el único paraíso del que nunca podremos ser expulsados").

Nada me hace más feliz que el silencio de aquellas personas que saben que cualquier palabra puede hacer que estalle en pedazos ese momento, que se mantienen quietas, disfrutando. El silencio de las personas que sin apenas mirarse, sin hablar, están compartiéndolo todo.


El mar.
El cielo.
El sol reflejándose en la superficie.
La brisa.
Y una extraña paz (sobre todo en estos tiempos) que lo envuelve todo.





martes, abril 03, 2007

Virginia Woolf

Clarissa estaba convencida de que incluso en medio del tráfico, o al despertarse por la noche, se sentía un silencio especial, un no se sabía qué de solemne, una pausa que no era posible describir, una ansiedad (aunque eso podía ser su corazón, tocado, decían, por la gripe) que atenazaba antes de que el Big Ben diera las horas. ¡Ya había llegado el momento! Ya resonaba. Primero, un aviso musical; luego, la hora, irrevocable. Los círculos de plomo disolviéndose en el aire. ¿Por qué somos tan necios?, se preguntó mientras cruzaba Victoria Street. Sólo Dios sabe por qué la amamos tanto, por qué la vemos como la vemos, inventándola, construyéndola a nuestro alrededor, derribándola, creándola de nuevo a cada momento; porque hasta las mujeres menos atractivas que pudiera imaginarse, los desechos más miserables que se sentaban en los umbrales de las puertas (derrotados por la bebida) hacían lo mismo; estaba totalmente convencida de que ninguna ley lograría dominarlos y por esa misma razón: la de que también ellos amaban la vida. En los ojos de la gente, en cada vaivén, paso y zancada, en el fragor y el tumulto, en los coches de caballos, automóviles, ómnibus, camionetas, hombres-anuncio que giraban y arrastraban los pies, en las bandas de música, en los organillos, en el júbilo y el tintineo y el extraño canto agudo de algún aeroplano que cruzaba el cielo, estaba lo que ella amaba: la vida, Londres, aquel instante del mes de junio.

Julio Cortázar

Piensa en esto: cuando te regalan un reloj te regalan un pequeño infierno florido, una cadena de rosas, un calabozo de aire. No te dan solamente el reloj, que los cumplas muy felices y esperamos que te dure porque es de buena marca, suizo con áncora de rubíes; no te regalan solamente ese menudo picapedrero que te atarás a la muñeca y pasearás contigo. Te regalan —no lo saben, lo terrible es que no lo saben—, te regalan un nuevo pedazo frágil y precario de ti mismo, algo que es tuyo pero no es tu cuerpo, que hay que atar a tu cuerpo con su correa como un bracito desesperado colgándose de tu muñeca. Te regalan la necesidad de darle cuerda todos los días, la obligación de darle cuerda para que siga siendo un reloj; te regalan la obsesión de atender a la hora exacta en las vitrinas de las joyerías, en el anuncio por la radio, en el servicio telefónico. Te regalan el miedo de perderlo, de que te lo roben, de que se te caiga al suelo y se rompa. Te regalan su marca, y la seguridad de que es una marca mejor que las otras, te regalan la tendencia de comparar tu reloj con los demás relojes. No te regalan un reloj, tú eres el regalado, a ti te ofrecen para el cumpleaños del reloj.